sábado, 25 de junio de 2011

LOS COBARDES ESTARAN FUERA

La cobardía es una cualidad muy negativa en los seres humanos, en especial en aquellos que aspiran a andar en el camino de la fe. Aquellos con falta de ánimo y carencia de gallardía, que son pusilánimes, sin valor ni espíritu, son dejados fuera del reino de los cielos. El vocablo griego utilizado es δειλός [deilos /di·los/], proveniente de deos, y nada tiene que ver con Teos, el término que enuncia a Dios. Solamente un rasgo de sonoridad y sordez separan estas dos palabras, alejándolas quizás en una espacialidad opuesta y antagónica, pues mientras más cobarde una persona, más se aleja de la presencia de Dios mismo. Cobra sentido esta relación semántica por cuanto la fe es el requisito fundamental para agradar a Dios, para acercarnos a Él, y un cobarde carece por completo de ella.
En el Nuevo Testamento de la Biblia existen varias ocurrencias de este vocablo, cuyas traducciones reflejan contextos muy particulares. No siempre implica que una persona sea timorata, sino que puede aludir a un acto de timidez o falta de coraje. Cuando en Mateo 8:26 Jesús les dice a los discípulos de la barca, ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? se usa el mismo vocablo deilos. Entonces, levantándose Jesús, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo grande bonanza. La actitud del Hijo del Hombre fue contraria a la de sus seguidores, fue la postura imponente del Dios que maravilla, por lo cual los hombres en la barca dijeron: ¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le obedecen?
Es indudable que el mar de las tormentas amenazando a la pequeña barca generara zozobra y pánico en sus navegantes. El problema no radica en padecer ese momento de deilos o temor, sino en no comprender que detrás de toda circunstancia amenazante está el Señor de lo imposible. Las golondrinas vuelan sobre nuestras cabezas, pero no debemos permitir que aniden en ellas.
En el relato del Antiguo Testamento acerca de los espías que fueron a la tierra prometida puede verse el peligro de la cobardía. Unos de ellos dijeron: Nosotros llegamos a la tierra a la cual nos enviaste, la que ciertamente fluye leche y miel; y este es el fruto de ella. Esta información era valiosa y suficiente para recordar que la promesa del Dios soberano se estaba cumpliendo a cabalidad. Sin embargo, dentro del mismo grupo de mensajeros hubo quienes agregaron: Mas el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas; y también vimos allí a los hijos de Anac…(Números 13:28). Esta actitud de parte del grupo contaminó volátilmente a la multitud del pueblo quienes tragaron las palabras de cobardía de los que valoraron más la objetividad del problema que la promesa de Dios. Dijeron: No podremos subir contra aquel pueblo, porque es más fuerte que nosotros. Y hablaron mal entre los hijos de Israel, de la tierra que habían reconocido, diciendo: La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra que traga a sus moradores; y todo el pueblo que vimos en medio de ella son hombres de grande estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos (Números 13:31-33).
La extravagancia en las palabras muestra la exageración desmedida producida por el miedo y el espanto imaginario de aquellos que comunicaron su cobardía. En su imaginación parecía importante lo que en realidad no lo era. Aumentaron de tamaño la apreciación disfrazada de ´objetividad´ de la observación encomendada en la tierra de Canaán. Si hubiesen tenido a su alcance la tecnología fotográfica de hoy día, lo más seguro es que hubiesen presentado una composición fraudulenta, una imagen trucada de la realidad. En la hipérbole mostrada por estos timoratos, no sólo hablaron mal sino que se cargaron de fantasía al decir que era tierra que tragaba a sus moradores.  Asimismo, juzgaron que ellos parecían langostas delante de los moradores de esa tierra. Acá hay un punto resaltante, no solamente eran como langostas ante sus propios ojos, sino que se atrevieron a descubrir y adivinar lo que supuestamente había en los pensamientos de los de Canaán, pues dijeron: y así les parecíamos a ellos. Esa capacidad de leer los pensamientos negativos propios y ajenos fue producto de alguna química cerebral disparada por la presencia del temor excesivo ante los gigantes.
El daño de la cobardía en la vida personal es grave, y de igual forma es dañina en la vida de quienes reciben la influencia de su contaminación. Por ello el autor de Apocalipsis señala: Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda (Apocalipsis 21). Esta pareja va junta, pues la cobardía presupone incredulidad. No puede un incrédulo tener el valor de creerle a Dios, de enfrentarse a los gigantes del mundo sin tener la fe necesaria para no espantarse. La cobardía conlleva una pérdida gradual hasta su ausencia de la fe necesaria para agradar a Dios.
Existen otras escenas de cobardía relatadas desde el principio mismo de la humanidad, quizás como efecto del primer pecado humano. En la entrevista del Génesis, cuando Dios preguntó a Adán lo que había sucedido, se le respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces Jehová Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Y dijo la mujer: La serpiente me engañó, y comí (Génesis 3:12-13). El miedo a afrontar la realidad de la desobediencia generó mentira tras mentira. Hay cobardía cuando no asumimos nuestros errores ante quien haya que asumirlos, cuando intentamos justificarlos aduciendo que fue por culpa de otra persona o por circunstancias que los facilitaron.
Son variados los casos de cobardía presentados en la Biblia, pero haré mención especial de Aarón en la flagrante desobediencia a Dios y a Moisés cuando construyó el becerro de oro. En Exodo 32: 21 al 24 encontramos la descripción timorata del hermano de Moisés para justificar su acción equivocada, su falta de juicio en el acto que lo desacreditara como una persona digna de confianza. Ese desacierto de Aarón fue explicado en unas confusas excusas propias de quien patinara en su propio gazapo. Y dijo Moisés a Aarón: ¿Qué te ha hecho este pueblo, que has traído sobre él tan gran pecado? Y respondió Aarón: No se enoje mi señor; tú conoces al pueblo, que es inclinado a mal. Porque me dijeron: Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido. Y yo les respondí: ¿Quién tiene oro? Apartadlo. Y me lo dieron, y lo eché en el fuego, y salió este becerro. Según sus excusas era el pueblo el inclinado al mal, pero con esas palabras ocultaba su cobardía frente a esa muchedumbre embrutecida que exigía la construcción del ídolo de oro. Por fortuna para Aarón fue perdonado y desarrolló una larga vida como sacerdote ante Jehová.  Para descarga de Aarón, justo sería añadir que la presión multitudinaria del conglomerado israelita lo tomó por sorpresa. No estaba Moisés con él en ese momento, pues andaba en su tarea de conversar con Dios a solas, asunto que el gentío aprovechó para generar presión en un sucesor del que no tenían confianza ni respeto. Eso contribuyó a la caída de Aarón, quien como ya dijimos fue perdonado y restaurado.
En las sucesivas luchas de Israel bajo sus líderes de turno era costumbre animar a los guerreros a prepararse para la batalla. De igual forma se habituaba a pedir a los timoratos que se abstuvieran de ir a la guerra. Una escena relatada en el libro de Josué así lo indica:  Ahora, pues, haz pregonar en oídos del pueblo, diciendo: Quien tema y se estremezca, madrugue y devuélvase desde el monte de Galaad. Y se devolvieron de los del pueblo veintidós mil, y quedaron diez mil (Josué 7). Esta costumbre era importante practicarla para evitar el daño que causan los cobardes en medio de una batalla. Eso puede dañar más que los guerreros contrarios y enemigos. Fijémonos en lo que dice el libro de Deuteronomio, capítulo 20 verso 8: Y volverán los oficiales a hablar al pueblo, y dirán: ¿Quién es hombre medroso y pusilánime? Vaya, y vuélvase a su casa, y no apoque el corazón de sus hermanos, como el corazón suyo.
El apóstol Pablo también le escribe a Timoteo acerca de cómo lo dejaron solo, quizás por miedo a enfrentarse tanto a judíos como a romanos.  En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta (2 Timoteo 4:16).
La Biblia cita en suficientes momentos cuan desagradable es a Jehová el espíritu de cobardía, al punto en que ésta es enviada como castigo: Y a los que queden de vosotros infundiré en sus corazones tal cobardía, en la tierra de sus enemigos, que el sonido de una hoja que se mueva los perseguirá, y huirán como ante la espada, y caerán sin que nadie los persiga (Levítico 26:36).
No obstante, es importante deslindar la frontera entre la cobardía y el temor prudencial ante las circunstancias y los hechos. Somos llamados a ser prudentes y astutos para evitar el mal. No se nos exhorta a buscar pleito ajeno, pues eso equivaldría a agarrar el perro por las orejas, como bien dice un proverbio. Se nos recomienda calcular antes de actuar, incluso sacar las cuentas antes de ir a la guerra. No somos llamados a actuar imprudentemente en ningún escenario de la vida, pero sí somos animados a actuar sin cobardía. Mira que te mando que te esfuerces, y que seas valiente…dice un texto del Antiguo Testamento, por lo cual cada quien sabrá sacar conclusiones al respecto. Cuando estamos en comunión con Dios, entonces decimos como Cyrano de Bergerac: Dios y yo somos mayoría. Los mismos mártires antiguos marchaban a la hoguera o al foso de los leones cantando himnos, no sin cierto temor, pero nunca con la cobardía que los hubiera hecho abdicar del evangelio. La misma actitud tuvieron Daniel y sus amigos, unos para el foso de fuego y el otro para el de los leones. Ellos fueron sustentados y salvados por el Dios de lo imposible, aunque otros héroes de la fe (como bien lo relata el libro de Hebreos en capítulo 11) fueron igualmente sustentados pero perecieron aserrados (como fue el caso del profeta Isaías), crucificados, decapitados, apedreados, perseguidos, encarcelados y con muchos otros tipos de maltratos. Pero en ellos jamás hubo cobardía, pues no abdicaron del nombre de Jesús al cual servían.
Hay ocasiones en que los gigantes se muestran ostentosos como Goliath, ante un pueblo amedrentado por su fuerza y poder. Sin embargo, Dios siempre tiene preparado a uno como David para hacerle frente en Su nombre, de tal forma que el ánimo sea restituido en medio de su asamblea. Estemos prestos a ser como ese pequeñín que fue capaz de enfrentarse al gigante sin miedo alguno, en la conciencia de que pertenecía a los ejércitos de Jehová. ¿Y quién es este filisteo incircunciso para desafiar a los escuadrones del Dios viviente? (1 Samuel 17:26). Ese ha de ser nuestro eslogan cuando nos veamos rodeados de los enemigos que se agigantan cual Goliath, en la confianza de que ese Dios viviente prevalecerá a su manera, muy a pesar nuestro.
Sabemos que a Pedro le tocó duro cuando negó al Señor porque sentía miedo de ser identificado con Él, de tal forma que no quería estar en la posibilidad de ser juzgado junto con el Mesías. Ese acto de cobardía tenía que cumplirse en él porque así se lo había dicho el mismo Señor, por lo cual lloró amargamente cuando comprendió su traición. Pero Pedro después fue restaurado y al parecer por las palabras del mismo Jesús fue llevado a sufrir una muerte dolorosa. En esa oportunidad no se nos cuenta de un Pedro timorato, sino seguro y confiado de que pronto sería su partida, como ya le había sido anunciado.
Finalmente, recordemos uno de los textos citados al inicio, cuando Jesús exhorta a sus discípulos en medio de un mar de tormentas a no estar temerosos, a no ser de poca fe. La poca fe nos lleva a la cobardía, pero el crecimiento en la confianza puesta en Dios nos lleva a la gallardía y a la valentía.  Tengámosle confianza a Dios, creámosle a Dios, y no solamente creamos en Él, porque hay diferencia entre creer en Dios y creerle a Dios.

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