La armonía puede ser definida como la conjunción entre el movimiento, el orden, la estabilidad y el equilibrio que se percibe en un objeto real o imaginario, lo cual estimula al sujeto, produciéndole una agradable sensación de paz, alegría o éxtasis interior.
La naturaleza tiene armonía, es decir posee un ordenamiento que no es estático sino que está en permanente movimiento e interactúan en ella ciertas fuerzas o principios elementales. La armonía es, en cierta manera, sinónimo de equilibrio y estabilidad, pero se diferencia de estos dos términos en el sentido de que abarca más cosas y entre ellas está el hecho de que afecta sensiblemente y benéficamente a nuestro estado de ánimo, a nuestros sentidos y en especial a nuestros sentimientos.
Generalmente el concepto de armonía está íntimamente relacionado con las artes, (el diseño, la pintura, la música, la escultura, etc.) Sin embargo, a la luz de los valores y las virtudes, podemos definir a la armonía como el valor que permite al hombre entrar en un vínculo, en una relación de dar y recibir con todas las cosas que le rodean y con sus semejantes, produciéndose un estado de satisfacción y bienestar (interior y exterior), tanto en si mismo, como en los otros seres con quien éste se relaciona.
La toma de conciencia de este valor, su búsqueda y la puesta en práctica en la vida cotidiana, hace que el sujeto incorpore la armonía como virtud, convirtiéndose en una persona armoniosa en su quehacer diario. Cuando observamos una correspondencia o reciprocidad en el vínculo formado entre dos o más seres o cosas, decimos entonces que hay armonía en sus relaciones.
El carácter armonioso de un individuo consiste en su capacidad de adaptarse activamente a las circunstancias (adaptabilidad); de su flexibilidad al confrontarse con las diferentes maneras de pensar, sentir y actuar de otras personas y su habilidad de expresarse ante los demás, con valores tales como la elocuencia, la amabilidad, el tacto, y la bondad.
Se logra la armonía cuando el sujeto entra en una acción de dar y recibir con un determinado objeto (la palabra objeto no se refiere necesariamente a un objeto material, puede ser otra persona o grupo de personas), pero esta relación por sí misma no es suficiente, es necesario para que haya armonía el reconocimiento de que entre ambos existe un propósito motivador en común que une al sujeto con el objeto; y debe existir también como consecuencia, un resultado que coincida con dicho propósito.
Se crea de esta manera un fundamento para la armonía, una base de cuatro posiciones bien definidas a saber: la posición del “sujeto”, la posición del “objeto”, con quien el sujeto entra en un vínculo o relación de dar y recibir, la posición del “propósito” común que unifica a ambos y la posición del “resultado” que se corresponde con el propósito. Al conocer estos factores y meditar sobre ellos, podemos proveernos de una guía u orientación para ir en búsqueda de la armonía.
La naturaleza tiene armonía, es decir posee un ordenamiento que no es estático sino que está en permanente movimiento e interactúan en ella ciertas fuerzas o principios elementales. La armonía es, en cierta manera, sinónimo de equilibrio y estabilidad, pero se diferencia de estos dos términos en el sentido de que abarca más cosas y entre ellas está el hecho de que afecta sensiblemente y benéficamente a nuestro estado de ánimo, a nuestros sentidos y en especial a nuestros sentimientos.
Generalmente el concepto de armonía está íntimamente relacionado con las artes, (el diseño, la pintura, la música, la escultura, etc.) Sin embargo, a la luz de los valores y las virtudes, podemos definir a la armonía como el valor que permite al hombre entrar en un vínculo, en una relación de dar y recibir con todas las cosas que le rodean y con sus semejantes, produciéndose un estado de satisfacción y bienestar (interior y exterior), tanto en si mismo, como en los otros seres con quien éste se relaciona.
La toma de conciencia de este valor, su búsqueda y la puesta en práctica en la vida cotidiana, hace que el sujeto incorpore la armonía como virtud, convirtiéndose en una persona armoniosa en su quehacer diario. Cuando observamos una correspondencia o reciprocidad en el vínculo formado entre dos o más seres o cosas, decimos entonces que hay armonía en sus relaciones.
El carácter armonioso de un individuo consiste en su capacidad de adaptarse activamente a las circunstancias (adaptabilidad); de su flexibilidad al confrontarse con las diferentes maneras de pensar, sentir y actuar de otras personas y su habilidad de expresarse ante los demás, con valores tales como la elocuencia, la amabilidad, el tacto, y la bondad.
Se logra la armonía cuando el sujeto entra en una acción de dar y recibir con un determinado objeto (la palabra objeto no se refiere necesariamente a un objeto material, puede ser otra persona o grupo de personas), pero esta relación por sí misma no es suficiente, es necesario para que haya armonía el reconocimiento de que entre ambos existe un propósito motivador en común que une al sujeto con el objeto; y debe existir también como consecuencia, un resultado que coincida con dicho propósito.
Se crea de esta manera un fundamento para la armonía, una base de cuatro posiciones bien definidas a saber: la posición del “sujeto”, la posición del “objeto”, con quien el sujeto entra en un vínculo o relación de dar y recibir, la posición del “propósito” común que unifica a ambos y la posición del “resultado” que se corresponde con el propósito. Al conocer estos factores y meditar sobre ellos, podemos proveernos de una guía u orientación para ir en búsqueda de la armonía.
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